IZHEVSK

La casa de campo de mi abuelo se asoma no lejos de Kazan, la capital de la república autónoma de los tártaros. Casi en la cima de una pequeña colina, a los pies de la cual corre un alegre riachuelo. Un hermoso lugar donde he bebido buena cerveza con mis amigos tártaros.
La casa era grande, de cuatro pisos, tenía una fachada de piedra, el techo estaba echo con vigas de madera de roble y las ventanas eran de puro cristal de bohemia.
La casa siempre estaba llena de chiquillos que correteaban de aquí para allá entrando y saliendo por todas las puertas y ventanas, esto daba vida a la casa y alegraba a los que vivimos allí, especialmente al abuelo al que le gustaban mucho los niños.
Por las noches siempre jugaba una partida de ajedrez con mi tío, solía perder, pero a mi no me importaba pues mi tío era un gran jugador.
Por las mañanas nos levantábamos puntualmente a las ocho, y bajábamos toda la familia a desayunar, nos sentábamos uniformadamente alrededor de la gran mesa de caoba del comedor, sobre la cual estaba servido un desayuno sustancioso, una vez terminado cogíamos nuestro equipo y salíamos al bosque de caza, cazábamos ciervos, jabalíes y a veces cazábamos algún oso. Celebrábamos nuestros éxitos brindando con
grandes jarras de cerveza negra en la taberna del pueblo. Al regreso a casa nos esperaba una suculenta comida, que devorábamos hambrientos con gran ansiedad. Después de comer me echaba en la hamaca. Balanceándome entre dos álamos dormía una tranquila siesta.
Las tardes eran para dibujar. El dibujo absorbía gran parte de mi tiempo. Retrataba una y otra vez los paisajes de Rusia, la estepa, los montes, los bosques, los cazadores...
Mi tía admiraba mis dibujos, seguramente sin razón.
A las nueve llegaba la cena comida a la que no dábamos demasiada importancia, cada uno comía lo que quería, se servían los restos de días anteriores. Después de jugar la partida de ajedrez, subía a mi habitación. Allí leía un poco, distraídamente, y apagaba después la lámpara de petróleo.
LEÓN
13/12/97.

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